Por Felipe Ríos.
“En unos meses cumplo 55 años”, -les dije- “y optimistamente, sólo me quedan 10 años para hacer algo más que ser un empleado, yo sé que puedo parecer soberbio siendo el Vicepresidente de una de las cadenas hoteleras más poderosas del mundo. Pero mientras siga en este trabajo voy a hacer lo que me digan y no lo que realmente quiero”.
“Y ¿qué quieres? ¿A ti qué te puede faltar?”, preguntó uno de mis amigos.
“Mira, los próximos 10 años deben ser los más productivos de mi carrera profesional, es la recta final de mi vida productiva, tengo conocimientos, experiencia, buenos amigos. Creo que en donde estoy puedo quedarme a navegar siguiendo la corriente, pero el premio será retirarme sin pena ni gloria”.
“¿Y qué vas a hacer al respecto?, interrumpió nuevamente quien parecía más entusiasmado con mis reflexiones.
“Pues mira, llevo más de 5 años preparándome para independizarme, trabajo por las tardes, sábados y domingos en un modelo de negocio enfocado a crear valor para la hotelería mexicana, con énfasis en resolver problemas relacionados con dos áreas que actualmente son muy deficientes: la inteligencia y la educación”.
Ambos amigos se me quedaron viendo, sin atreverse a decirme que no sabían de qué les hablaba, les ahorré la pena de preguntar y continué:
“Primero les hablaré de inteligencia. La hotelería es una industria sumamente especializada, gran generadora de ingresos y de puestos de trabajo; pero la investigación hotelera en México está cien por ciento basada en modelos y parámetros extranjeros que no aplican para nuestra realidad económica. En mi carrera profesional he analizado cientos de estudios de mercado, muy costosos, en dólares, por cierto, que ofrecen más paja que un diagnóstico real para tomar decisiones. Yo quiero hacer investigación para la hotelería en México, no sólo estudios de mercado, quiero promover la investigación científica para la industria hotelera en México”.
“¿Y eso no lo deberían de hacer las escuelas?” me interrumpió uno de mis interlocutores.
“Pues es allí en donde entra otro componente de la fórmula: la educación”, -hice una pausa para evaluar su respuesta no verbal y continué- “la educación hotelera en México es deficiente, rara vez hecha por hoteleros, sujeta a burocracias, a complejos sistemas regulatorios y desvinculada de nuestro medio. ¡Quiero dedicarme a la educación de calidad, ofrecida por hoteleros para hoteleros!”.
Siguieron mis amigos escuchando mis interminables elucubraciones, hasta que uno de ellos me interrumpió preguntándome si no había pensado operar hoteles. “Le tengo un gran respeto a la operación hotelera, no tengo la infraestructura para hacerlo, no está dentro de mis planes”, respondí.
“¿Te gustaría seguir tu sueño de investigar y educar al tiempo de operar un hotel? Mira, te voy a dar el teléfono de un amigo que está buscando a un operador para su hotel”, sacó su celular y me compartió su contacto.
No le dije si estaba interesado o no. Sólo que era un componente que no estaba dentro de mis expectativas. Pensé que en efecto, tener un hotel potencializaría y aceleraría mis planes, aunque no sabía de qué forma.
Esa misma tarde estaba inmerso en mis proyectos, soñando con la posibilidad remota de administrar un hotel. “Si tan sólo pudiera desbordar todas mis ideas nada ortodoxas en un hotel, sin presiones de jefes, corporativos o franquicias”, pensé.
Entré a internet a conocerlo ¡Un hotel con más de cien años, con 235 habitaciones ubicado en el centro de Guadalajara! Y ¿Por qué no?… Tomé mi teléfono, guardé el contacto, metí el teléfono a un cajón, lo saqué, ví el contacto nuevamente, repetí el movimiento, finalmente llamé. En ese momento creí que me estaba haciendo ilusiones… comenzó a sonar el tono de llamada, me vi tentado a colgar ¿Qué le diría a la persona del otro lado de la línea? “Hola soy Yosolito no tengo infraestructura ¿me das tu hotel en operación?”.
Me respondió una voz amable, no sé que dije. Iniciamos pláticas seguidas de negociaciones, no fue fácil. A pesar del pánico que me calaba hasta los huesos, me dejé llevar por los sucesos como se iban presentando, sin forzar nada.
Fue hace apenas unos días que uno de mis amigos de aquella plática me preguntó si ya había formado a mi equipo para tomar el hotel, él estaba preocupado porque se debían levantar inventarios, revisar la contabilidad, en fin, todo aquello que se requiere para tomar un hotel. Le respondí que había hecho el trato con gente decente, que creía en el potencial de la gente que allí trabajaba, que lo único que haría sería imponer mi forma de pensar, y que no necesitaba a alguien más. Mi amigo me vio con compasión, como si yo estuviera desahuciado. “No puede ser”, me dijo, “le voy a pedir a mi hijo Carlos que te eche la mano”.
“¿Sabe de hotelería?”, le pregunté.
“No”, respondió, “estudia leyes, es ajustador de seguros y chofer de Uber, no es hotelero pero necesitas alguien que te apoye y tengo fe en que le puedes enseñar”.
Esa fue la historia.
Dentro de 30 segundos comienza un nuevo día y con él una nueva aventura. Volteo a ver a Carlos, me sonríe con nervios, alza las cejas. Continua la cuenta regresiva.
Es 1 de diciembre de 2016.