Por Felipe Ríos.
A pesar de ser tan propios, era evidente que no estábamos interesados en coincidir con aquél individuo que quiere platicar sus tribulaciones al primer pasajero que acepta cruzar con él una mirada. El plan era sencillo: No existo, no existes. Duerme y deja dormir. Sí, ronco ¿…y?
Al subirme, mi única preocupación era la molesta comezón en los huesitos de mis tobillos, causada por los piquetes que me habían propinado ésa misma mañana los mosquitos del vuelo que tomé de Guadalajara a Monterrey. El aeropuerto de Guadalajara está cercano a ciénegas que producen una abominable peste de mosquitos y que hacen invivible su aeropuerto y sus aviones.
Ocupé mi asiento y de inmediato comencé a agarrar mi primer sueñito, la parte inferior de mi mandíbula dio de sí y mis labios se abrieron para dejar pasar una bocanada de aire y… y una mosca. En ese momento caí en la cuenta de que el avión estaba totalmente infectado por moscas, que se divertían entrando y saliendo por cualquier orificio de los adustos pasajeros.
La mía (mi mosca) había penetrado hasta el fondo de mi boca, había dado dos timbrazos a mi campanilla y salido exultante.
Conforme mis compañeros de viaje se iban sentando, iban repitiendo el mismo rictus del viajero tardío: sentarse, acomodarse, dormitar; sólo que como yo, ellos también fueron violentados por el festín de aquéllos remedos de Fokkers piloteados por el fantasma del Barón Rojo.
La sobrecargo se acercó informándome que estaba en una salida de emergencia, me preguntó si estaba yo de acuerdo en abrir la puerta en caso de necesitarlo, y finalizó pidiéndome leer el instructivo de seguridad. Al tomarlo, sentí que una mosca intentaba un aterrizaje forzoso en mi cachete, por lo que instintivamente le solté un sopapo con el instructivo que tenía en mis manos; gracias a Dios fallé, pero fue razón suficiente para que los compañeros sentados a mi lado perdieran la compostura para proferir una grosera risotada.
¡No se rían!, -los conminé- mejor ayúdenme a matar moscas.
Unos minutos después del despegue el avión se convirtió en una isla desierta en la que naufragamos casi cincuenta pasajeros en medio de nubarrones cargados de lluvia. Estábamos allí, solos, en medio de la nada, a nuestro alrededor sólo nubes, relámpagos y desolación. De repente nos dimos cuenta de que podíamos establecer nuestra propia sociedad, sin presiones exteriores, sin gobierno, sólo nosotros… y las moscas.
Como Ralph, rápido me di cuenta que el rechoncho pasajero sentado junto a mi podía ser mi aliado, Piggy, mi seguidor. No fue con una caracola sino con mi ejemplo, que logré despertar los primitivos instintos de los náufragos aéreos.
Todos los pasajeros nos armamos con el instructivo de emergencia y con las revistas que nadie lee y que las líneas aéreas esconden en el asiento delantero, ahora comprendo que también son sólo para casos de emergencia
Los pasajeros enardecidos íbamos dejando restos de una masacre memorable por todo el avión. Ninguno se atrevió a pegar el ojo durante el viaje, nadie quedó contento hasta eliminar hasta la última mosca. Orgía de sangre, éxtasis de cacahuates japoneses, una sobrecargo asustada repartiendo cervezas y esperando que sus salvajes viajeros se durmieran pronto, cosa que nunca sucedió. Sólo yo maté cuatro moscas, Piggy seis. Dejamos restos de mosca estrellada por toda la cabina. No llegó ningún insecto vivo a Puebla.
Una vez más. No importa cuán civilizado se crea el ser humano, cuando éste se ve amenazado, su instinto de supervivencia más animal surge y se impone.
Y siempre: Sobrevive.